Una de las sorpresas más grandes de mi vida fue cuando
el presidente Thomas S. Monson me llamó a mi casa una noche, en
enero de 2008. Aún puedo oír sus palabras: “Se le llama a servir en
el Primer Quórum de los Setenta hasta cumplir setenta años”. Hice
un rápido cálculo mental y me di cuenta de que este llamamiento iba
a durar más de veinticinco años, o para ponerlo de otro modo, ¡una
eternidad!
Desde entonces, suelo meditar sobre la importancia y
la duración de nuestros llamamientos. A veces oímos a la gente
decir: “Es hora de que me releven” o “He estado sirviendo en este
llamamiento demasiado tiempo”. En realidad, la cuestión no debería
formularse en esos términos. Contar la duración de un llamamiento
es olvidar la naturaleza misma de nuestro compromiso personal como
miembros de la Iglesia.
Cuando el Salvador estaba dando Sus últimas
instrucciones a sus apóstoles, les dijo: “No me elegisteis vosotros
a mí, sino que yo os elegí a vosotros” (1). Recuerdo la mirada
atónita en el rostro de un joven padre a quien recientemente le
había extendido el llamamiento de presidente de estaca. Él no había
hecho campaña para que lo eligieran. No había buscado ni honor ni
poder. Se sentía totalmente incompetente de cara a tantas
responsabilidades; sin embargo, aceptó el llamamiento con fe y
humildad, sabiendo que venía del Señor.
Nuestros llamamientos son la manifestación temporal y
visible de un compromiso más duradero y profundo. Jesús, al sentir
que Su muerte era inminente, dirigió estas determinantes palabras a
sus discípulos: “Como me envió el Padre, así también yo os
envío” (2). Cuando entramos en las aguas bautismales, nos
convertimos en “enviados” del Salvador o incluso Sus
“representantes”. Hacemos un solemne compromiso de ser herramientas
en Sus manos para efectuar la obra de salvación.
La naturaleza y duración del llamamiento son de poca
importancia, pues nuestra misión es eterna por naturaleza; va mucho
más allá de esta vida, como lo describe la visión del presidente
Joseph F. Smith: “Vi que los fieles élderes de esta
dispensación, cuando salen de la vida terrenal, continúan sus
obras... en el gran mundo de los espíritus de los muertos”
(3).
Es de poca importancia a quién y con quién sirvamos.
Nosotros no elegimos a nuestros compañeros de servicio ni a las
personas a quienes ayudamos según nuestra afinidad personal. A
semejanza del Salvador, predicamos el Evangelio y brindamos
servicio a todos, incondicionalmente y sin acepción de personas.
No hace mucho tiempo, el presidente Monson nos hizo el
siguiente desafío: “¿Qué he hecho hoy por alguien?” (4). Esta
invitación profética nos lleva a la esencia misma de nuestra misión
como discípulos de Cristo. No depende del llamamiento que
tengamos en la actualidad ni de una responsabilidad que se nos haya
asignado. Es una forma de vida; da sentido a nuestra existencia
terrenal y a nuestra vida eterna.
Sí, somos guardas de nuestros hermanos, sean o no
miembros de la Iglesia. Si descubrieran una vacuna contra el
cáncer, ¿no sería su primera reacción esparcir la noticia lo más
rápido posible a fin de salvar vidas? Creemos que el Evangelio es
un remedio universal contra la mayoría de los males del mundo
moderno. Por eso estamos tan ansiosos por difundir estas Buenas
Nuevas.
Recientemente, la Presidencia de Área fijó la meta de
duplicar el número de miembros activos en Europa en los próximos
diez años. Esa visión no necesita programas, organizaciones
complejas ni medios especiales para lograrlo. Depende del deseo y
la fe de todos. Si todos los miembros trajeran o trajeran de vuelta
un alma a Cristo, eso sería suficiente para duplicar la asistencia
en todos los barrios y ramas de Europa.
No hace falta que sean misioneros de tiempo completo
para encontrar a personas que anden en busca de la verdad. No hace
falta que sean obispos, presidentas de la Sociedad de Socorro
ni maestros orientadores para comunicarse con un miembro menos
activo. Hay un sinfín de oportunidades que tan sólo dependen de
nuestra fe en que “El Señor está preparando personas para recibirle
a [ustedes] y para recibir el Evangelio Restaurado” y en que “Él
[los] conducirá a esas personas o las conducirá a ellas a
[ustedes]” (5).
A continuación hay algunas cosas sencillas y concretas
que todos podemos hacer:
- Tener siempre a mano las tarjetas misionales de obsequio para repartirlas
- Hacer una lista de personas que podemos ayudar para que regresen a la Iglesia.
- Invitarles a recibir a los misioneros.
- Publicar nuestro perfil personal y nuestro testimonio en Mormon.org (en inglés)
- Invitar a nuestros parientes y amigos a eventos familiares importantes que se lleven a cabo en la Iglesia, como bautismos, una ordenación, una reunión espiritual con motivo de una boda, la despedida de un misionero, etc.
- Acompañar a nuestros amigos a un centro de historia familiar de la Iglesia Centrar los consejos de barrio y las reuniones de presidencias de organizaciones auxiliares en las personas, en vez de en los programas o actividades.
- Acompañar a los misioneros en citas para enseñar.
Compartir el Evangelio también enciende un fuego de gozo en nuestro corazón. Junto con Alma podemos exclamar: “Sí, y ésta es mi gloria, que quizá sea un instrumento en las manos de Dios para conducir a algún alma al arrepentimiento; y éste es mi gozo” (6). Referencias
(1) Juan 15:16.
(2) Juan 20:21.
(3) D. y C. 138:57.
(4) “¿Qué he hecho hoy por alguien?”, Liahona, noviembre de 2009, pág. 84.
(5) Predicad Mi Evangelio, pág. 167.
(6) Alma 29:9.