Comentario

Los valores religiosos en el debate público

Nuestra interrelación pública revela en gran manera quiénes somos como personas, qué valores apoyamos y en qué clase de sociedad queremos vivir. El resultado que emerge de esa interacción define continuamente lo que consideramos moralmente aceptable, cómo tratamos a las demás personas y cómo esperamos que se nos trate. Se requiere un cuidado constante para mantener las costumbres y las libertades de la civilización, que pueden parecer invisibles hasta que son amenazadas. Entonces, ¿qué función tiene la religión en esta interrelación? Los estudios sugieren que tiene una función importante. Un nuevo estudio titulado Modales americanos, por ejemplo, muestra que la religión está correlacionada con las virtudes de los buenos vecinos de dar en forma caritativa, con el servicio voluntario y el altruismo, que va unida a la confianza, y enlazada a una participación ciudadana más activa. Por tanto, la religión ayuda a formar nuestro cimiento cívico.

El tema de la participación religiosa en la palestra pública consiste esencialmente en un debate en cuanto a los primeros principios de la vida cívica: la coexistencia de intereses humanos antagónicos, la autodeterminación de las comunidades religiosas, la autonomía de la conciencia individual, y la presencia de diversas creencias y opiniones dentro del debate público. La manera en que respondemos a estos desafíos establece los parámetros de las interacciones cívicas y marca los límites de nuestra identidad colectiva e individual.

Vivir en una sociedad plural es sencillamente parte del mundo actual. La diversidad de opiniones acerca del mundo religioso y político puede enriquecer el entendimiento humano y la empatía, sin socavar la integridad de la religión ni la libertad de conciencia. Un pluralismo que respeta cada voz lícita crea límites a los excesos que amenazan la libre expresión y la participación política. Al desenvolverse dentro de este marco, los Santos de los Últimos Días reconocen que es esencial “dar y tomar” en el intercambio social. Este compromiso se basa en un entendimiento que promueve el civismo, protege los derechos inalienables y promueve el bienestar común.

Como es de esperar, este compromiso cívico no requiere que la religión sea la voz más potente de la sociedad. Sencillamente concede a la religión una igualdad de oportunidades para expresar sus inquietudes y dar forma a temas públicos de importancia. De acuerdo con el élder Quentin L. Cook, del Quórum de los Doce Apóstoles, “es necesario escuchar todas las voces en el ambiente público. Ni la voz religiosa ni la secular deben silenciarse”. De esta manera, el ser religioso o secular no descalifica automáticamente a un ciudadano u organización para que participe en la vida pública.

La religión y el gobierno constituyen espacios separados que se benefician mutuamente. Esta relación apunta hacia la creación de un equilibrio que funcione. Sin embargo, la Iglesia se opone a la clase de absolutismo secular que distorsiona esta relación y busca deslegitimar la expresión religiosa y la participación en el debate público. Como consecuencia, la separación de iglesia y estado no conlleva la separación de los valores religiosos de la vida pública.

Nuestra sociedad plural concede margen para la coexistencia pacífica y la cooperación entre las diversas personas de buena voluntad, que incluye a los religiosos y a los no religiosos. El élder Dallin H. Oaks, del Quórum de los Doce Apóstoles, aseguró que el apoyar la libertad religiosa “no es una renuncia de lo secular ni una sugerencia de que una persona deba escoger entre la religión por un lado o la totalidad del aprendizaje secular por el otro. Esa dicotomía es falsa”.

Aún así, todas las sociedades tienen alguna base moral, tanto si se ha originado de la religión, la filosofía, la ciencia o de otras fuentes. Los valores religiosos no pueden descartarse al decidir temas públicos, al igual que no pueden descartarse otro amplio grupo de valores positivos. Los esfuerzos que se hagan para descartarlos ignoran los profundamente enraizados antecedentes religiosos que han dado forma a nuestro origen común y a la identidad de los pueblos a lo largo del mundo. Uno de los principales pensadores del mundo en cuanto a la religión y la sociedad, Jurgen Habermas, escribió que entre las sociedades modernas de hoy “sólo aquellos que son capaces de introducir en su dominio secular el contenido esencial de sus tradiciones religiosas que apuntan más allá de lo meramente humano, podrán también rescatar la sustancia de lo humano”.

La posición de la Iglesia con respecto a la neutralidad en partidos políticos, es decir, evitar respaldar candidatos políticos, dirigir funcionarios elegidos, contribuir a plataformas de partidos políticos y dictar afiliación a un partido, previene que existan enredos innecesarios con la política y alianzas comprometedoras. Sin embargo, eso no significa que sea indiferente a la importancia del principio del proceso político. Toda política se basa en argumentos y afirmaciones morales acerca de lo que está bien o está mal. Dadas las circunstancias cambiantes y los valores de las sociedades, ninguna ideología política por sí sola reúne siempre todos los principios correctos. Los buenos principios están esparcidos entre un gran número de partidos, plataformas e ideologías. El desafío para las personas de fe y buena voluntad radica en ejercer el sentido común y tener valentía moral en este proceso cívico.

Al tratar de comunicar y promover sus valores morales de manera que encajen con las personas en sus comunidades, los Santos de los Últimos Días agregan sus voces a las de muchos otros a quienes les incumbe la prosperidad de la sociedad y el lugar adecuado de la religión al decidir temas públicos. El presidente de la Iglesia, Thomas S. Monson, entiende esta aspiración: “Como iglesia, extendemos la mano no sólo hacia nuestra gente, sino hacia todos aquellos de buena voluntad en todo el mundo, con ese espíritu de hermandad que proviene del Señor Jesucristo”.
 

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