Comentario

La sociedad civil y la Iglesia

“Y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice desterrar y rogad por ella a Jehová, porque en su paz tendréis vosotros paz” — Jeremías[1]

Al conducir por cualquier ciudad, se observan torres y cúpulas de iglesias que se elevan sobre el paisaje. Estas casas de adoración sobresalen en la ciudad, al tiempo que se fusionan con ella. Tienen de vecinos a comercios, ayuntamientos y zonas residenciales. Los niños pasan por sus predios de camino a la escuela. Sin embargo, al llegar la mañana del domingo, emerge una finalidad muy diferente. El ideal espiritual de una iglesia trasciende su arquitectura y se extiende a albergues, hospitales y comedores que pocas personas notan. El efecto que causan se puede sentir, más que ver; como ocurre con las personas religiosas que los dirigen.

Iglesias, instituciones de caridad, asociaciones, clubes y otras organizaciones sin fines de lucro —no vinculados al gobierno ni al comercio— conforman una parte esencial de la esfera del voluntariado en la vida. Se les denomina la sociedad civil y es la que soporta mucho del peso en nuestras comunidades. Todas las personas pueden participar en esta mancomunidad.

Con frecuencia, es la religión el primer custodio y maestro en la vida de una persona. ¿Quién, sino una iglesia, nos acompaña desde el momento en que damos la bienvenida a un niño a este mundo, nos enseña principios de lo que es correcto e incorrecto, nos alimenta nuestro compromiso social, solemniza nuestras relaciones íntimas, aporta significado a la muerte y perpetúa en las próximas generaciones un conjunto de valores comunitarios? Una figura del mundo de la filantropía comentó acerca de su religión mormona: “Al ser miembro de esta Iglesia, no transcurre mucho tiempo sin que aprendas acerca de liderazgo, oratoria, toma de decisiones, análisis persuasivo, manejo de presupuesto, alimentación, cómo ejercer influencia, cómo ayudar, ir a visitar a alguien, alfabetización, investigación, desarrollo de recursos, cultivo de huertos, conservación de alimentos, inmunizaciones y un largo etcétera”[2].

Si multiplicamos esto, aunque sea por un pequeño porcentaje de creyentes, la influencia para el bien se incrementa progresivamente.

La raíz civ colma nuestro lenguaje político: civilización, cívico, civismo, civil, derechos civiles; términos todos que aluden a nuestra forma de tratarnos unos a otros para lograr una empresa común. Es un asunto de cultura más que de leyes, de deberes más que de exigencias; y como los seres humanos somos por naturaleza sociales y religiosos, un sistema de gobierno saludable crea espacio para ambas funciones. La sociedad y la iglesia, junto con todos sus valores y servicios extendidos, generalmente coinciden.

Construir una sociedad civil empieza en el corazón y crece hacia el exterior. Edmund Burke lo expresó muy bien: “Sentirse unido a la pequeña subdivisión, amar la pequeña sección a la que pertenecemos en la sociedad, es el primer principio de nuestros afectos públicos”[3]. Si no amamos nuestros vecindarios, razonaba él, no podremos amar al mundo.

Mas no olvidemos al “otro”. Una de las grandes pruebas de la sociedad civil consiste en la inclusión de los impopulares, los marginados, aquellos que tienen un aspecto o se comportan diferente. Este enfoque de inclusión exige un esfuerzo decidido; sólo mediante el diálogo respetuoso y las conversaciones constructivas se puede alcanzar el bien común. La opción alternativa a la sociedad civil es la atomización, donde las personas se aíslan en procura de sus propios intereses y preocupaciones. Esa vía es demasiado fácil. El llamado de la civilización es a la participación, no a la separación.

La sociedad está entretejida por hebras demasiado diversas para que las pueda manejar una sola entidad. Se requiere una multitud de asociaciones para atender a una multitud. Y las iglesias congregan a las personas de una manera que ninguna otra organización logra. Están cerca de las personas a quienes sirven y fomentan relaciones de compromiso. Si las ciudades tuvieran trincheras en las que se combatiera por la dignidad humana, se asemejarían mucho a las iglesias.

En la sociedad, la labor que pasa desapercibida la llevan a cabo incontables grupos de personas que actúan voluntariamente para resolver un problema. Al igual que los campanarios en el horizonte, que se entremezclan con rascacielos y capitolios, cada persona tiene una función que desempeñar, un talento que aportar y un lugar al cual pertenecer.

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[1] Jeremías 29:7.

[2] Sharon Eubank, “This Is a Woman’s Church”, FairMormon, 8 de agosto de 2014.

[3] Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, 1790.

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